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El Sistema de Mérito en la Administración Pública


Por Mario Meneghini
Miembro de Esperanza Federal




Hace 19 años, en un artículo para la revista Civilidad (1), analizamos el SINAPA (Sistema Nacional de la Profesión Administrativa). Comentamos entonces, que si bien permitió un mejor ordenamiento de un 10 % del personal de la Administración Pública Nacional (que era el comprendido en el mismo) como tal escalafón, adolecía de defectos técnicos. Pese al tiempo transcurrido, el gobierno de la provincia de Córdoba adoptó parcialmente el esquema del SINAPA en su reciente llamado a concurso para cubrir 747 cargos jerárquicos (Decreto 888/10).
En el Anexo I comentamos este antecedente, pues puede servir de caso testigo sobre la manera habitual de utilizar una norma que aparentemente reemplaza el clientelismo en la cobertura de cargos públicos, pero que, en realidad, sólo maquilla la discrecionalidad del gobierno que se niega a resignar la facultad de designar al personal por motivos ajenos al bien común. Por ello, en este artículo nos interesa realizar un estudio conceptual del tema.

Los países más desarrollados, comprendieron ya hace más de un siglo, que resulta imprescindible para la eficacia del Estado disponer de un cuerpo de funcionarios permanentes, cuidadosamente seleccionados. Con respecto a la estabilidad del personal, hoy confluye el interés del propio gobierno en ejercicio, con el deseo de seguridad de los empleados. Pero, durante mucho tiempo, el incipiente derecho administrativo utilizó la tesis de que el funcionario no tiene un derecho adquirido, asimilándolo al mandatario. Con el constitucionalismo, estos argumentos que habían servido para acrecentar el poder de la monarquía absoluta, fueron utilizados al servicio de la política liberal de los partidos. Surgió así el sistema de despojos –spoil system- y de clientelas políticas, basado en el carácter precarial de la función pública. Recién en la segunda mitad del siglo XIX, cuando la burguesía accede plenamente al gobierno del Estado, se invierte la argumentación para lograr la inamovilidad de los funcionarios. Este proceso se dio originalmente en Gran Bretaña, donde el Informe Northcote-Trevelyan recomendó ciertas normas para la selección de los miembros del servicio administrativo permanente, que se aplicaron primeramente con los candidatos a desempeñarse en la India. Consistían en la abolición del patronazgo y la selección de los candidatos a través de un examen de capacidad. Estas normas se tomaron posteriormente como modelo en muchos países.

Donde el sistema del spoil system, como procedimiento habitual de premiar los servicios a un partido político con empleos públicos, desalojando a los ocupantes anteriores de los cargos, tuvo mayor vigencia fue en Estados Unidos. Allí la filosofía de la democracia jeffersoniana-jacksoniana desconfiaba del profesionalismo en la administración pública. Fue el presidente, general Jackson, quien al llegar al cargo en 1829, puso en práctica oficialmente el sistema de despojos, reemplazando a miles de empleados por miembros de su partido. En el primer mensaje al Congreso, Jackson explicó que las tareas de los empleados públicos son tan simples que cualquier hombre inteligente puede realizarlas. Recién en 1883, a raíz de algunos escándalos provocados por deshonestidad de los funcionarios, sumado al temor del Partido Republicano de perder la siguiente elección –con lo cual serían cesanteados en la Administración sus partidarios-   se aprobó la ley Pendleton que estableció el sistema del Servicio Civil.

Los argumentos con los que se pretendió –y aún se pretende, en la Argentina- justificar la necesidad de que los cargos de la Administración sean cubiertos discrecionalmente por el gobierno, pueden resumirse así:
- El partido que accede al poder necesita que los funcionarios sean personas de su confianza, para poder cumplir con  los programas partidarios, sin peligro de sabotajes.
- La existencia de un cuerpo de funcionarios permanentes, puede degenerar en una casta, oligárquica e irresponsable.
-Los partidos políticos en el sistema democrático, deben poder recompensar a sus partidarios con los cargos públicos; de lo contrario, no podrían lograr el apoyo activo de suficientes personas.

Las ventajas del sistema de mérito, según el cual cada cargo debe ser ocupado por la persona más idónea, son las siguientes:
1. Asegura mayor garantía de imparcialidad  a la actividad de la administración pública.
 2. Aumenta  considerablemente la eficacia de la administración, al seleccionar a sus empleados por sus aptitudes, y permite que, con la continuidad, obtengan una experiencia sumamente valiosa.
3. Aprovecha el talento de los mejores ciudadanos, al permitir que ingresen todos los que desean hacerlo, sin prejuicios partidistas.
4. Contribuye a lograr que el personal adquiera un espíritu de cuerpo, proclive al mejoramiento del servicio y a disminuir la corrupción.

Los argumentos contrarios al sistema de mérito no tienen consistencia:
a)  No es fácil encontrar, al menos para los cargos superiores, personas que sean, además de políticamente confiables, suficientemente preparadas, y que puedan, además, abandonar sus negocios o profesiones, para ocupar un cargo público, sabiendo que sólo permanecerán en él cuatro años.
b) La teoría de que un partido sólo puede funcionar si sus partidarios mantienen la esperanza del botín político, es la supervivencia de otra teoría, que sostenía que únicamente podía armar un ejército quien ofreciera buenas perspectivas de pillaje.

En la Argentina, se promulgó el primer estatuto del empleado público en 1957, año en que se incorporó también, al Art. 14 bis de la Constitución Nacional, el derecho a la estabilidad de los agentes del Estado. Desde entonces, se fueron añadiendo algunas normas que configuran parcialmente una carrera administrativa. Pero, puede afirmarse que no existe todavía un verdadero servicio civil basado en el principio del mérito, que garantice integralmente que el ingreso y promoción de los empleados no estarán supeditados a la voluntad discrecional de las autoridades políticas. Desde el año 1980, en virtud de la ley 22.140, se adoptó oficialmente la denominación de Servicio Civil de la Nación para encuadrar a la mayor parte del personal de la administración nacional; la denominación se mantiene en la ley 25.164 que deroga parcialmente la anterior, pero no se han implementado aspectos sustanciales que hacen a la carrera administrativa.
En la década de 1990 –adhiriendo a una moda del momento- se dio prioridad a la reforma del Estado, quedando la reforma administrativa reducida a un aspecto parcial y subordinado, de modo que las principales cuestiones de la misma fueron soslayadas o postergadas para un futuro incierto. Se puso el acento en la reducción de la dotación de personal, confundiendo menor cantidad con mejor calidad de los agentes públicos (2). Se privilegió atacar ”la hipertrofia del Estado más que su deformidad”, provocando que “funciones verdaderamente relevantes, y a veces críticas, no pueden desempeñarse por falta de recursos humanos calificados o de recursos materiales indispensables” (3).

Se determinó que el eje de los cambios sería el SINAPA, nuevo régimen escalafonario que permitiría lograr una administración moderna que aplicara nuevos modelos de gestión.  Sin embargo, al cabo de dos décadas, se debe reconocer que “por inconvenientes de diseño, dificultades al interior de las instituciones o discrecionalidad de las autoridades políticas, la implementación del sistema viene sufriendo distintos avatares y aún no ha logrado cumplir con las expectativas iniciales” (4). El aspecto central de todo sistema de mérito es la selección de los funcionarios superiores, pues bien, en el SINAPA “el funcionario que convoca la selección es el que propone la conformación del comité de selección” (5), pudiendo  dudarse, entonces,  de la objetividad del procedimiento.
Un caso preocupante se verifica en el INDEC, donde la intervención en 2007 desmanteló los equipos técnicos, desquiciando el manejo de las estadísticas nacionales, imprescindibles para un correcto diseño de políticas públicas. Este organismo, que gozó en el pasado de un prestigio internacional, debió enfrentar el Censo 2010 en condiciones que hacen dudar de la confiabilidad de los datos que se recopilen. Un grupo de profesionales de carrera alertó que un censo mal diseñado “daña por diez años todo el sistema estadístico del país”. También el Consejo Académico Universitario –constituido oficialmente para evaluar el INDEC- reclamó la postergación del censo (Clarín, 10-10-10).

En aquellos países donde la administración pública se ajusta al sistema del mérito, la misma ha llegado a tener una eficacia y a gozar de un prestigio indiscutible. La consecuencia más importante es que disminuye drásticamente la cantidad de cargos que pueden cubrirse por designación directa del gobierno:
-En Francia, el número de cargos excluidos de la carrera administrativa no pasa de 300, incluyendo los subsecretarios parlamentarios, los miembros del gabinete de cada ministro, y parte de los miembros del Consejo de Estado.
-En Gran Bretaña, ese número se reduce  a 100, incluyendo el Primer Ministro, los miembros del gabinete, los subsecretarios parlamentarios y otros.
-En Japón, el Primer Ministro sólo puede designar 20 ministros y 4 asesores; los viceministros son de carrera y al retirarse eligen al sucesor.

El gobierno moderno es una actividad técnica, políticamente conducida. Por eso, la administración pública, como brazo civil del Estado, ha adquirido una gravitación innegable en la vida de los países, y, en particular, en el nuestro. Es que ya no basta la orientación general impresa a la labor gubernativa por el nivel político, ni la intuición genial de un caudillo; la complejidad de los problemas de la vida contemporánea requiere la experiencia y competencia de los funcionarios de carrera, que poseen la información actualizada y el contacto directo con la realidad.

Es sabido que la Argentina ha perdido ya muchos años, y ha retrocedido desde el sitial que ocupaba hasta hace unas tres décadas. El país deberá realizar un esfuerzo enorme para no quedar definitivamente rezagado en el mundo, lo cual implica un formidable desafío para el Estado, que deberá incrementar su eficacia.

Si no se adoptan medidas urgentes que permitan revertir la situación, las consecuencias son previsibles e inevitables. Y para este salto cualitativo que necesita realizar el Estado, resulta imprescindible mejorar sustancialmente su sector administrativo. La capacidad administrativa es un factor multi-penetrante que, aunque nunca decisivo por sí mismo, afecta a todos los factores que pueden impedir o lograr un desarrollo nacional óptimo.

Los expertos de las Naciones Unidas han señalado expresamente que “las deficiencias de los servicios de administración pública pueden tener graves repercusiones sobre el aprovechamiento eficaz de los recursos y oportunidades nacionales para el desarrollo con que se cuente en determinado momento” (6). Como, además, se requiere cierto tiempo antes de que las medidas que se adopten para mejorar la calidad de los servicios administrativos comiencen a dar resultados, es insensato postergar el tratamiento adecuado del tema.

Según un axioma escolástico, lo último en la acción es lo primero en la intención, es decir, que lo primero debe ser la formulación de objetivos claros. La suma de muchos datos y proyectos no da como resultado un plan; son, por el contrario, los objetivos fundamentales los que permiten encuadrar los detalles, para que exista un verdadero plan. Y lo que está fallando es, precisamente, la formulación de una estrategia en materia de administración, lo que impide que hasta el programa más simple tenga posibilidad de ser ejecutado. Cuando existe claridad conceptual sobre los objetivos y los modos de lograrlos, no reviste mayor dificultad en elegir y explicitar los medios. En cambio, cuando no existe tal claridad, de poco servirá un conjunto de buenos instrumentos técnicos. Oportunamente, esbozamos unas pautas para una reforma administrativa integral de la Administración Pública, que adjuntamos como Anexo II, pues siguen teniendo vigencia.

Nos resulta llamativo que, desde 1983, en los 17 años  que el gobierno argentino estuvo a cargo del mismo partido que en el presente, no se haya tenido en cuenta lo que recomendó  el fundador de dicho partido, en su testamento político (7):

“…el gobierno que necesitamos debe caracterizarse por:
a)    Tener centralizada la conducción y descentralizada la ejecución;
b)    Actuar con planificación, estableciendo la suficiente flexibilidad que permita introducir los reajustes que correspondan. Entre los planificadores y quienes decidan y ejecuten, debe existir una absoluta coincidencia de equipo;
c)    Posibilitar la participación de todo el país, procurando instrumentar la forma para facilitar el alcance de los objetivos propuestos;
d)    Concebir el gobierno como un medio al servicio total de la comunidad, para lo cual deberá lograr la máxima eficiencia posible;
e)    Contar con funcionarios estables, de la mayor capacidad, que permanezcan ajenos a los cambios políticos” .

Ante una orientación tan sensata y precisa, sólo bastaría concretarla.


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