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La inflación estructural: su inmoralidad intrínseca.








Por Jorge Barbará
Miembro Esperanza Federal


El problema inflacionario constituye, a la par que un problema económico, un problema de naturaleza moral.

Sostengo que fomentar deliberadamente el desarrollo económico de un Estado sobre una política estructuralmente inflacionaria, resulta moralmente injustificable desde cualquier perspectiva de moralidad crítica que se posea. En estas breves líneas, pretendo dar razones de ello de modo simple y directo, sin mayores sofisticaciones teóricas.


La inflación estructural posee un efecto redistributivo de la riqueza que va exactamente en contra de los intereses de los grupos más desaventajados: jubilados y pensionados, para empezar, quienes carecen de toda posibilidad de buscar alternativas laborales mejor remuneradas frente al deterioro del valor real de sus ingresos. Siguen luego los trabajadores asalariados menos calificados. Luego los restantes asalariados y los prestadores de servicios profesionales liberales o cuentapropistas. Y, así, sucesivamente, en toda la cadena social se va produciendo una implacable transferencia de riquezas hacia los sectores de la economía vinculados la producción y comercialización de insumos, productos y/o servicios básicos o de primera necesidad que, casi a su antojo, establecen su margen de ganancia, especialmente cuando estos sectores reciben una exagerada protección Estatal frente a potenciales competidores externos.

La continuación (y, lamentablemente, también la conclusión) de esta historia es bien conocida por cualquiera que lleve un tiempo viviendo por estas tierras.

Sin embargo, existe un efecto inmoral de la inflación estructural que va de la mano del anterior y que no es usualmente destacado en las discusiones que se producen en torno a este tema: además de castigar económicamente a los más débiles, la inflación estructural les cercena la posibilidad de elección de su forma o proyecto de vida, atenta, pues, contra su libertad real.

La razón de lo anterior es bien sencilla: en una inflación estructural y sin la posibilidad de acceso a una moneda fuerte, que mantenga su valor adquisitivo real y que permita el ahorro, quien no posee grandes márgenes de ganancia (suponiendo que posea alguno por sobre el mínimo de la supervivencia) no puede ahorrar, no puede decidir cuándo y cómo gastar su dinero. No es que no pueda ahorrar una buena cantidad de dinero por mes, sino que no puede ahorrar nada. Porque ahorrar por un tiempo mínimamente largo es equivalente a tirar el dinero. Por tanto, se ve desincentivado a hacerlo. Y, al perder la posibilidad de ahorro, se pierde libertad real de elección. Quien no puede ahorrar, debe limitarse a efectuar un consumo de supervivencia o de bienes superfluos, según su
capacidad adquisitiva correspondiente. Quien no puede ahorrar deberá usar su dinero para comer, para pagar impuestos, para comprar un celular, para comprar ropa, para hacer un viaje turístico, para adquirir un electrodoméstico o, en el mejor de los casos, para adquirir algún automóvil de bajo o mediano costo.

Pero no podrá ahorrar para adquirir una vivienda digna. Dependerá de un crédito inmobiliario que un tercero decida darle –previsiblemente a una tasa de interés extremadamente onerosa- o de la vivienda que graciosamente le dé el funcionario de turno.

No podrá ahorrar para tener un desahogo al momento de su retiro laboral. Dependerá, pues, enteramente de lo que el sistema jubilatorio le suministre llegado ese momento. No podrá iniciar su propia actividad productiva o comercial, pues jamás podrá reunir el dinero suficiente para ello, por más esfuerzos y sacrificios que haga. Y, así, podríamos seguir imaginando una serie extensísima cantidad de ejemplos de privación a los proyectos de vida de los individuos que no se adecua a una planificación social ni meritocrática ni igualitarista ni libertaria ni comunitarista ni de ninguna otra de las tantas formas de toma de decisiones justificadas que pueden esbozarse desde alguna concepción de la moral.

Otra característica no destacada en las discusiones usuales en torno a la inmoralidad de la inflación estructural viene dada porque su efecto de tipo recaudatorio para las arcas estatales supone una injustificable creación de un impuesto, sin pasar por los mecanismos institucionales previstos al efecto (ley del Congreso de la Nación, etc.). Por tanto, supone un modo no democrático y antirrepublicano de toma de decisiones en materia política.

En definitiva, cuando en tiempos no recesivos un gobierno apela a recetas inflacionarias para aumentar su recaudación y para modelizar unilateralmente la vida de los ciudadanos de un Estado bajo el formato de consumo no productivo (debido a los condicionamientos materiales de tipo económico que la inflación supone, según quedó dicho), estamos en presencia de una política que resulta esencial e intrínsecamente inmoral desde cualquier perspectiva que la misma sea analizada.

Es tan obvio lo que aquí sostengo que, a pesar de la simplicidad en apariencia inocente de las líneas precedentes, desafío, a quien quiera hacerlo, a justificar desde alguna teoría de moralidad la adopción de políticas inflacionarias como modo estructural de planificación económica del gobierno de un Estado. Descuento que quien se proponga semejante cometido caerá inevitablemente en el absurdo.

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